Sed de sangre padecen los no vivos, para ellos este líquido rojo brillante es la vida, sus tegumentos pálidos los caracterizan, aunado a una gran fobia por la luz del sol, sus rayos los lesionan de forma intensa, les causan erosiones dolorosas que al cicatrizar los deforman hasta lo más profundo de su dermis. Ni los huesos se salvan, su poder en ellos es mutilante. Sus dientes marrones los delatan, como si acabaran de devorar a un infante robado de los brazos de su madre, desgarrando la piel y los músculos del cuello. Pareciera que es la sangre de estas víctimas lo que da esa coloración dental. El comportamiento alterado del que son víctimas los orilla a estados de desasosiego, de ansiedad incontrolable.

Beber o transfundir sangre puede ser el tratamiento paliativo o de sostén para postergar su estancia en esta Tierra. La zoofagia es insuficiente, apenas para saciar los mínimos requerimientos, por ello la sangre oxigenada y abundante de los humanos es más atractiva, más eficaz para suplir la sangre mórbida que corre por sus venas y arterias. ¿Será porfiria el mal que los aqueja?

Existen otros seres monstruosos de tierras lejanas que se comportan diferente. Las marcas en el cuello de estos nosferatus los caracteriza, como si hubieran sido carcomidos por algún vector quiróptero u otro mamífero, de esos hematófagos que a través de su mordedura transmiten ese mal viral, que mientras se incuba puede pasar inadvertido. Los contagiados viven sin saber que dentro de ellos se replica el mal, se disemina por el torrente sanguíneo y alcanza lo más recóndito de sus entrañas. El mal pasa por una fase prodrómica hasta que finalmente alcanza el encéfalo, invadiendo una a una las neuronas hasta edematizarlo por completo, lo que altera aún más su comportamiento. La enfermedad se apodera de ellos, ya no son dueños de sus actos ni de su ser. Su ansiedad puede desbordarse en actos de agresividad, atacando a los otros, como queriendo contagiarlos para perpetuar la infección. Los espasmos en su garganta son tan intensos que el simple sonido del agua los aterra, los desquicia, sea ésta agua corriente o bendita. Quizá por ello, la sangre es el único líquido que sacia su sed o suple su sangre enferma.

Aunque se cree que estos seres poseen la vida eterna, el desenlace es muy diferente. Su cuerpo enjuto, ya sea infectado o consumido, termina en un final fatídico, debilitados al no haber tenido suficientes víctimas para sustituir su sangre enferma, gastada o virulenta. Sin embargo, si logran contagiar a otros con ese mismo mal que los aqueja, pueden llegar a postergar su estancia en la Tierra, viviendo a través de los otros.

Si los doctores John Seward y Abraham Van Helsing hubiesen poseído el conocimiento médico al que hoy día tenemos acceso, hubieran entendido que el conde Drácula era víctima, no de un poder sobrenatural de origen demoniaco, sino probablemente de una infección por virus de la rabia.

Al parecer los ajos y estacas estaban de más para controlar este mal.

Miguel Ángel Olarte Casas, académico de la Facultad de Medicina