Jessica Monserrat Figueroa Esquivel, alumna de la Licenciatura en Ciencia de la Nutrición Humana


Análisis del consumismo en nuestra generación

Me declaro culpable: no tengo personalidad y soy consumista. Este ensayo es mi intento de reflexionar sobre ello y, de paso, lanzar un pequeño reclamo al mundo que me rodea. Cuando pienso en mi infancia, recuerdo a mi padre, una de las personas más conscientes que conozco, diciendo una y otra vez: “Van como borreguitos”. Era su manera de cuestionar a la sociedad, aunque yo, de niña, no lo entendía del todo. No fue hasta la pandemia de COVID-19, entre el encierro, el silencio y el auge de TikTok, que lo vi con claridad: mi primer impulso no fue crear o imaginar algo nuevo, sino desear tener algo.

Y eso me dolió. Me di cuenta de que mi mente no era un campo libre para ideas propias, sino un terreno ya dominado por imágenes ajenas: la ropa “aestethic” y el cuarto “clean girl”. Deseaba tener, no ser. Deseaba replicar lo que otros mostraban, no inventar algo propio.

El deseo no nacía de mí, sino de lo que veía, de lo que me repetían los videos, como si hubiera olvidado que también puedo ser la fuente, que puedo hacer, imaginar, proponer. Pero en su lugar, sólo quería poseer, acumular, encajar.

Creo que ahí se rompió algo o tal vez solo me di cuenta, mi imaginación se convirtió en un catálogo, ocupó mi mente y sin darme cuenta pasé de ser creadora a simplemente observadora de mi propia vida.

Dicen por ahí que si no puedes contra el enemigo, únete a él. Vivo con cierto privilegio, lo reconozco, de niña, mi mundo era una pequeña ventana cuidadosamente abierta por mis padres, desde ahí, observaba una burbuja de realidad donde todo parecía increíble, casi perfecto, había estabilidad, había amor, había cierta protección frente al caos exterior.

Pero esa burbuja no era el mundo, y conforme los años avanzan, esa percepción se transforma. La ventana se abre un poco más, o tal vez yo ya aprendí a empujarla sola. Y lo que antes parecía perfecto, ahora parece cruel. Es duro salir de la burbuja, porque afuera no todo es protección: hay ruido, hay prisa, hay presiones. Hay una economía que se alimenta de nuestro vacío emocional y un sistema que nos enseña a llenar ese vacío con cosas. Me doy cuenta de que crecer, en parte, ha sido aprender a ver esa contradicción: saber que tuve una infancia cuidada, pero también entender que ese cuidado no me blinda de participar en un sistema que beneficia a unos pocos.

Y es desde ahí que también acepto que mi perspectiva puede ser limitada, pero no me resigno a que así siga siendo. Una de mis metas es justamente esa: ampliar mi visión, ver más allá de lo evidente, incomodarme todo el tiempo, y actuar en consecuencia, utilizando las herramientas que he adquirido en mi paso por la licenciatura. Y cuestionar, cuestionarme a mí misma, cuestionar las normas, los principios, los mandatos sociales que a veces repetimos sin pensar.

Pero mientras lo intento, no puedo ignorar lo que veo a mi alrededor: mi generación parece carecer de identidad y esencia, guiada por una necesidad desesperada de pertenecer, pertenecer a un molde: el que genera ruido, el que recibe aplausos en redes, el que brilla aunque esté vacío. Nos entregamos a las tendencias y al consumo, buscando validación a través de lo que tenemos. Tener dinero, tener productos: tener, tener, tener… sin detenernos a pensar qué estamos perdiendo en el camino.

Las grandes industrias lo han notado y se han aprovechado de ello o, incluso, probablemente siempre han estado detrás de esto, orquestándolo desde el principio.

La galleta que no sólo se come, se presume

Un ejemplo perfecto de esta dinámica es la industria alimentaria, y quiero detenerme en un caso que me ha generado conflicto desde su explosión: esas galletas virales con envoltorio rosa, que cada semana reinventan sus sabores.

La industria alimentaria, lejos de ser sólo un sistema para nutrirnos, se ha convertido en uno de los ejemplos más claros del capitalismo. No se trata sólo de vender comida, sino de crear emociones, hábitos, aspiraciones, lo que comemos ya no responde a nuestras necesidades meramente fisiológicas, sino a construcciones sociales, a campañas de publicidad, a videos de TikTok que predicen nuestros antojos antes de que incluso los sintamos.

En este momento, la comida se transforma en producto, no importa si lo que ofrecen es nutricionalmente innecesario o incluso perjudicial: lo que importa es que sea instagrameable, se nos vende una experiencia antes que un alimento. Una promesa de pertenencia y de satisfacción inmediata.

Fundada en 2017 alcanzó su pico de popularidad el año pasado, donde colaboraciones con famosas como Olivia Rodrigo y las Kardashian han consolidado su imagen moderna y relevante. Pero lo que más llama la atención y me preocupa es su estrategia de lanzar sabores nuevos cada semana, a simple vista, podría parecer una idea ingeniosa, pero hay un lado oscuro. A la empresa no parece importarle la salud de sus consumidores: una sola galleta tiene más de 800 calorías y tiene cantidades alarmantes de azúcares y grasas saturadas [1] ¿Y qué hay del impacto ambiental? Cambiar de sabores cada semana puede parecer divertido, creativo o hasta innovador, pero detrás hay un desperdicio insostenible, cada nueva receta implica ingredientes muy específicos que muchas veces no se reutilizan en los menús siguientes, si no se venden a tiempo, se desechan, nunca se habla de eso en redes sociales: de la masa que se endurece, de los toppings que caducan, de las cajas que terminan en la basura sin haber sido abiertas.

Además, esta necesidad constante de novedad obliga a producir en exceso. No se fabrica sólo para nutrir, sino para anticipar el deseo, hay que tener todo listo por si alguien decide compartirlo en una historia. ¿Y si no se vende? No importa, la semana siguiente ya hay nuevos sabores.

Ese tipo de producción también implica: ingredientes transportados por todo el país, refrigerados, manipulados y descartados cada siete días. Miles de cajas diseñadas para verse bien en cámara y durar sólo unos minutos en la mano de alguien. La comida como espectáculo.

Parte de su éxito radica en lo estéticamente atractivas que son: grandes, brillantes, decoradas como si fueran literalmente joyas comestibles, cuando el exceso se disfraza de belleza, dejamos de verlo como un problema, lo que debería incomodarnos se reduce a likes y comentarios. Mientras tanto, nosotros aplaudimos, reímos, participamos en el espectáculo, sin notar que el telón oculta una escena mucho más oscura.

Estandarización del paladar

Peor aún, la industria ha logrado algo inquietante: estandarizar el paladar humano. Nos enseña a desear lo mismo, a preferir sabores artificiales, a mirar con desprecio nuestras tradiciones culinarias. Comer ya no es sólo nutrirse o compartir, es posicionarse. Elegir una galleta de 200 pesos no sólo es un acto de consumo, es una declaración de estatus, una manera de decir “yo puedo”. Así, la comida deja de ser un acto bello para convertirse en una forma de exclusión.

Aun así, no todo está perdido. Siempre nos queda la posibilidad de elegir con conciencia, no para caer en la trampa de la culpa individual, esa que nos hace pensar que todo depende de si compramos o no una galleta, sino para empezar a resistir desde donde estamos. No se trata de satanizar el placer ni de prohibirse una buena galleta. Yo también aceptaría una de esas si me la ofrecieran, y eso no me haría ni mejor ni peor que nadie. No somos consumidores más éticos por renunciar, ni más libres por ceder al antojo. El problema no es disfrutar algo de vez en cuando, sino creer que eso, por sí solo, llenará un vacío o nos convertirá en alguien mejor.

La verdadera libertad comienza cuando nos empezamos a cuestionar. ¿Por qué comemos lo que comemos? ¿A quién beneficia? Comer con sentido puede ser un acto revolucionario. Agradecer lo simple, valorar lo local, cocinar con amor. Esos son los gestos que desafían a una industria que quiere volvernos iguales y aunque no podamos cambiarlo todo, sí podemos pensar en grande, exigiendo en pequeño, resistiendo e iniciando desde nuestro plato.

Porque los verdaderos lujos no están en empaques brillantes ni en gustos explosivos, sino en la mesa compartida, en el placer de estar vivo y en la libertad de elegir.

Si no podemos contra el enemigo, al menos podríamos empezar a cuestionarlo.

Referencias: 

1. Crumbl Cookies. Nutrition & Allergen Information [Internet]. Orem, UT: Crumbl Cookies; [citado el 7 de abril de 2025]. Disponible en: https://crumblcookies.com/nutrition/utorem