En un lugar muy lejano, entre las escondidas montañas y valles de la antigua China vivía una vez un humilde joven llamado Ming, hijo de campesinos que recorrían las imponentes montañas de Taihang y Wangwu para entregar arroz y trigo a los grandes comercios en las aldeas aledañas, a la periferia de las montañas. Como sus padres ya estaban demasiado grandes, llegó el día en que Ming tomó esa gran responsabilidad.
En cuanto estuvieron listos los sembradíos de los granos, corrió a cosecharlos y partió de inmediato, sin la suficiente agua y comida para completar con éxito el viaje. Las 48 horas de recorrido se convirtieron en una pesadilla para el joven; luego de las primeras 24 horas caminando, había llegado a un punto en medio de las grandes montañas donde el sol era tan sofocante que no le permitía ni siquiera respirar, no había comido nada en un día, no había bebido más que las gotas de un pequeño riachuelo que se cruzó en su camino, pero sus ánimos y espíritu de responsabilidad se fortalecían con cada paso que daba.
Sin embargo, tres horas después de ese calor tan sofocante y opresivo, Ming comenzó a marearse y a ver nublado, sus piernas no le respondían más, los brazos le temblaban, su sed y hambre eran intensas; logró sentarse sobre una roca, pero a los pocos segundos cayó con golpe brusco contra el suelo. Había perdido el conocimiento.
Despertó en una pequeña cabaña en lo profundo de un bosque en la montaña. Una anciana preparaba unas frazadas húmedas que ponía en su cabeza mientras preparaba una extraña bebida con frutos, semillas y algunos polvos extraños.
–Parece que te desmayaste pequeño. ¿Desde hace cuánto no comes ni bebes algo?
–Llevo casi un día sin comer y sólo he tomado una pequeña cantidad de agua–, dijo el joven.
–Toma esto, te ayudará a sentirte mejor. Verás, te explicaré: el agua nos nutre, nos mantiene con vida. Nuestro corazón la necesita para nutrir a todo nuestro cuerpo. Estar sin ella es una muerte segura. Esta bebida te ayudará a recuperar energías y a regresar el agua que tu cuerpo perdió y pide a gritos. Tómala, estoy segura que lo que te pasó es sólo una pérdida del equilibrio y de la armonía de las partículas y líquidos en tu cuerpo.
Ming tomó dudoso del pocillo con la bebida. Extrañamente sabía bien.
–Cuando te encontré seguías perdiendo agua de tu cuerpo, estabas chorreando en sudor. Además, escucho tu latido débil. Debes descansar un rato. Estarás listo por la mañana–, expresó la anciana.
Al día siguiente, el joven despertó como nuevo, se sentía como si hubiera vuelto a la vida, sin mareos, sin sed, sin hambre. Al perecer el equilibrio en su cuerpo había regresado a la normalidad. La dulce anciana le empacó en su bolsa algo de comida y un pocillo con agua para que completara su viaje.
Ming terminó su travesía, pudo entregar y recibir el pago por sus granos. Regresó a casa y contó a sus padres lo que había pasado y cómo la viejecilla lo había rescatado de morir bajo el insoportable calor. Ellos se miraron extrañados, pues en sus 40 años de haber recorrido prácticamente todas regiones de las montañas y valles jamás vieron casa alguna dentro del bosque.
Citlali Monserrat Mora Barrera, alumna de la Licenciatura de Médico Cirujano